por Dania Virgen García
Periodista Independiente
13  Mayo del 2010
Después de pasar casi tres días en un  calabozo de la Unidad Policial de Guanabacoa, fui sentenciada el viernes  23 de abril en el Tribunal Municipal de San Miguel del Padrón a un año y  ocho meses por un supuesto delito de “ejercicio arbitrario del  derecho”.
Llegué a Manto Negro, una prisión de mujeres de mayor rigor, a  las 6 y 30 de la tarde del viernes 23 de abril. Mi primera semana en la  cárcel fue muy tensa. Me encontraba en la Galera Dos del Destacamento  12. En ese destacamento había dos galeras más, cada una con 23 presas.  En cada destacamento hay no menos de 63 presas. Muchas están a la espera  de juicio o de que baje la petición fiscal. La espera puede demorar de  siete meses a un año y más.
Miriam Rondón lleva un año y 4 meses  esperando la petición del fiscal. Me contó que estando ingresada en el  hospital del Combinado del Este, se declaró en huelga de hambre y los  guardias la llevaron a ver a Orlando Zapata Tamayo y le  preguntaron que si quería morirse como “ese desgraciado negro”.
La  mayoría de las mujeres del Destacamento 12 (y también en los  destacamentos 8 y 13, que eran más grandes) estaban presas por  malversación y delitos económicos, con sentencias entre 8 y 20 años.  Muchas tuvieron que robar en sus centros de trabajo (a veces comida)  para poder mantener a sus hijos. A una mujer por robar unos huesos de  vaca (que solo servían para sopa) la condenaron por hurto de ganado.  Otras estaban presas por hurto, cohecho, receptación y contrabando.
Había  casos absurdos e injustos. Una joven que se resistió al acoso sexual de  un Jefe de Sector de la Policía. Una cubana-americana acusada de  contrabando de oro por viajar a Cuba con sus joyas. Una mujer, acusada  de asesinato, que intentó defenderse de unos ladrones que penetraron en  su casa y mataron al jardinero. Por algo las presas bromean que la Prisión  de Mujeres de Occidente debía llamarse Prisión de Mujeres  Inocentes.
La tarde que llegué a la prisión, una presa se cortó las  venas en la celda. Estaba sentenciada a 10 meses por vender jabitas de  nylon. Hacía dos meses que estaba en la cárcel y tenía problemas  mentales. Al lunes siguiente se suicidó. Se desangró por las heridas que  se hizo en el pecho y el cuello.
Una mujer acusada de malversación lloraba  por sus hijos Beatriz Suárez, (uno de ellos casi ciego) que ahora  están atendidos por el estado porque no tienen más familiares. A las  reclusas que paren en la cárcel, les permiten tener a sus hijos hasta  que cumplen un año, entonces se los quitan y los envían a una guardería  infantil del estado.
Supe de muchas presas que sirven de  enfermeras. En el hospital no hay suficiente instrumental médico. Hay  sólo tres médicos para todo el penal. Es muy difícil que conduzcan a una  reclusa para que sea atendida en el hospital. Tiene que ser un caso muy  serio.
En Manto Negro la higiene es muy mala. Hay piojos, moscas,  cucarachas y mosquitos. Las presas tienen que pedir a sus familiares que  les lleven instrumentos y materiales (cloro, lejía) para tratar de  mantener la limpieza. El agua entra sólo por dos horas en días alternos.  Cuando entra, hay que chupar la manguera para lograr que salga un hilo  de agua y llenar tanques y cubos.
La alimentación de las reclusas es pésima.  El pan es duro, ácido. La comida sin condimentar, sin grasa, con moscas  y otras porquerías. Huevos hervidos de color verdoso, picadillo de soya  casi crudo, la supuesta leche del desayuno que parece agua caliente con  tierra…     
Desde que llegué a la prisión, fui tratada como si fuera  una espía del gobierno norteamericano. Las guardias me hostigaban y me  miraban con odio. Según decían, los yanquis me habían enviado para que  averiguara y sacara a la luz todo lo que ocurría en la prisión.
Activaron  la brigada antimotines porque temían que organizara un disturbio en la  prisión. Me vigilaban constantemente, incluso de madrugada. El acoso era  peor a la hora de ir al comedor. La Directora y la Subdirectora del  penal iban a verme a menudo al destacamento. Por órdenes de ellas, me  obligaron a presenciar por TV el desfile del primero de mayo.
Los  guardias me arrebataron los papeles que escribí con las informaciones  que me daban las presas. Constantemente me registraban los bolsillos.  Apenas me permitían utilizar el teléfono. Después de las visitas de mi  madre, me desnudaban, me obligaban a agacharme, y me manoseaban la  comida que me traía de la casa. 
Había presas que tenían órdenes de las  guardias de vigilarme. Algunas de las presas que se atrevían a hablar  conmigo eran trasladadas a otros destacamentos y no las veía más.
Las  guardias le decían a las presas que yo era una disidente y periodista  independiente, una peligrosa mercenaria, para intentar virarlas en  contra mía, que hubiera riñas entre nosotras, poder encerrarme en celda  de castigo e imponerme otra causa. 
Cuando me llevaron al tribunal provincial,  fui custodiada, como si fuera una terrorista, por 4 guardias, la  reeducadora y el mayor de la prisión.
 La apelación fue aplazada hasta nuevo  aviso. Salí de Manto Negro la tarde del 8 de mayo, según dice el  documento de baja, por “modificación de medida cautelar por variación de  circunstancias”. Nadie (ni siquiera los abogados) entiende que es eso,  pero tememos tramen algo para volverme a enviar a prisión. Mientras  espero lo que pueda suceder, escribo lo que sufrí y sufren las mujeres  de Manto Negro.
 
 
 
 
 
 

 
 
 
 
 

 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
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